Cómo mejorar la disposición de los ciudadanos a compartir sus datos de salud
- Santiago Cervera
- Salud Digital
Es difícil rebatir algunas de las realidades ante las que nos situamos cuando se trata de valorar cómo los datos sobre salud pueden llegar a ser útiles para la investigación, el desempeño médico o la mejora de la asistencia sanitaria. A saber:
- El organismo humano es la mayor fuente de datos que podamos imaginar. La increíble cantidad de variables fisiológicas que ya sabemos registrar hacen que cada persona constituya, en sí misma, una fuente inagotable de conocimiento.
- Cada día disponemos de un mayor número de instrumentos para captar esos datos, y no sólo dentro de los procedimientos clínicos tradicionales, sino en condiciones de vida real, como la tecnología móvil, los “vestibles” (wearables), o los sensores implantables.
- También disponemos de una enorme capacidad tecnológica para procesar ingentes cantidades de información, por el aumento de la capacidad de proceso informático, desde la que tiene un humilde teléfono móvil, hasta las de los sistemas de procesamiento en la nube.
- Igualmente, la capacidad de interpretar -y no solo analizar- llega de la mano de los sistemas de inteligencia artificial, que ya se utilizan en varias áreas de la práctica clínica, pero que comienzan a ser de uso individual.
- Las oportunidades que existen para mejorar a través de los datos el conocimiento de la salud y de la enfermedad, aumentar la efectividad clínica, y generar mejoras en los sistemas sanitarios, está fuera de toda duda. La salud digital contribuye a la personalización asistencial, pero también sirve para entender mejor componentes poblacionales y epidemiológicos.
Cabría preguntarse, entonces, que si estamos ante unas oportunidades tan inmensas, y disponemos ya de los instrumentos tecnológicos necesarios, qué es lo que falta para esa revolución llegue a transformar nuestra manera de mejorar la salud de personas y poblaciones.
La respuesta a esta pregunta sería muy extensa. De una parte, se podría decir que ya estamos en medio de esa revolución, avanzando poco a poco, aunque no siempre se note, y que hay muchas pequeñas transformaciones que están traduciendo las oportunidades tecnológicas en una mejor sanidad. Y también se podría hablar de la necesidad de mejorar los procedimientos de incorporación de la innovación digital a través de políticas bien orientadas, o mejorando la formación y la capacitación de los profesionales.
Pero seguramente, el elemento que más sustancialmente influye en que podamos hacer del dato la base de tantas mejoras, es el origen de este. Es decir, el paciente, que es el propietario de ese dato, y quien tiene que autorizar (incluso, promover) que se emplee para extraer un mayor conocimiento de la realidad que le es propia, y de ahí aplicar mejoras a través de la práctica médica o la ejecutoria sanitaria.
Por eso, es esencial saber hasta qué punto los ciudadanos confían en que se puedan utilizar sus datos sobre salud más allá de cada cual, y qué requerimientos se han de cumplir para que esto sea factible.
Pensemos en un ejemplo que ayuda a concretar esta idea. A día de hoy, una parte no pequeña de la población en los países occidentales lleva en su muñeca un aparato no muy caro que puede registrar si se produce una arritmia cardiaca. Como hemos tratado en esta sección (“ Cómo progresa el Apple Watch en el control de la salud”), hay mucha gente que usa el reloj de Apple, que dispone de esta capacidad, al igual que la tienen otros de diversas marcas, como Samsung, Google o Fitbit. Pues bien, para sus usuarios puede ser interesante disponer de un cierto control de su estado de salud, manejarse con ello y adoptar sus propias decisiones (llevar un registro, consultar con un profesional si experimentan alguna anormalidad, etc.). Pero, ¿esto le importa también al sistema sanitario? ¿Podemos pensar en modelos en los que el caudal de datos de cada uno pueda ser empleado más allá de la persona que los registra? ¿Qué podría suponer esto? ¿Bajo qué condiciones se podrían compartir?
Para conocer hasta qué punto los ciudadanos están dispuestos a compartir su información sobre salud, un grupo de investigadores de la Johns Hopkins University School of Medicine y otras universidades han publicado un análisis basado en encuestas realizadas en Estados Unidos en 2020, en las que se intentaba explorar la disposición de los encuestados a compartir información digital. Hay que tener en cuenta que en esta encuesta matriz figuraban datos sobre nivel socioeconómico, edad y etnicidad, lo que permite establecer análisis desglosados de correlación de las respuestas con estos demográficos.
La metodología consistió en establecer 192 hipotéticos escenarios distintos sobre utilización de datos personales de salud. Estos escenarios eran el producto de 4 posibles grados de protección a la privacidad, 3 de usos de información, 2 de usuarios de esa información y 2 de fuentes de información digital.
Cada participante en la muestra era asignado aleatoriamente a nueve escenarios, que se explicaron a los encuestados tomando como ejemplo una de las enfermedades de mayor prevalencia en Estados Unidos, la diabetes.
Los participantes tenían que calificar cada perfil en una escala de Likert de 5 puntos, que midió su disposición a compartir su información digital personal en cada supuesto (donde 5 indica la mayor disposición a compartir).
Resultados
El hallazgo principal de este estudio es que muchos de los ciudadanos preferirían no compartir su información digital sobre salud cuando no sean evidentes las protecciones a su privacidad, pero sí lo estarían si se establecieran esas protecciones de manera integral, por ejemplo mediante leyes.
Dicho en otras palabras, la disposición a compartir esa información no depende solamente de que se haya podido formalizar un consentimiento individual, sino de que existan también protecciones a privacidad más allá de ese consentimiento. Entre ellas, normas sobre la transparencia de los sistemas que utilizan datos, la supervisión, y la posibilidad de eliminarlos cuando se considere necesario (una especie de derecho al desistimiento).
De acuerdo con variables poblacionales, en 53 % de los encuestados eran mujeres, el 21 % se identificaba como de raza negra, y el 24 % se identificaba como hispana. En el análisis por subgrupos, no existieron diferencias entre los encuestados negros y blancos en su disposición a compartir información personal de salud, mientras que los encuestados hispanos sí estaban más dispuestos a compartir su información que los encuestados no hispanos. Sin embargo, la importancia que se le daba a la protección de la privacidad solo varió ligeramente entre los subgrupos.
Un 33 % de los encuestados tenían un ingreso anual menor de 50.000 dólares, y se comprobó que el consentimiento fue el factor más significativo a la hora de compartir información personal de salud entre los encuestados que ganaban más de 100.000 dólares, y también entre los no hispanos.
El 36 % de los encuestados tenían 60 años o más, y la encuesta reveló que la disposición para compartir datos de salud disminuyó en relación con la variable edad.
Las ideologías políticas de los participantes se dividieron casi por igual entre puntos de vista más de izquierda o de derecha (liberales y conservadores, en la terminología norteamericana); como consecuencia del análisis, se verificó que los conservadores estaban menos dispuestos a compartir su información de salud.
Los encuestados estaban más dispuestos a compartir su información de salud cuando esta se dedicara a la investigación, y estaban menos dispuestos a compartir su información con empresas de tecnología que tuvieran finalidades comerciales.
Los investigadores reconoce limitaciones metodológicas en este trabajo, entre ellas haber ejemplificado el caso en el campo de la diabetes, cuando los encuestados no necesariamente tenían que tener antecedentes de conocimiento de esta enfermedad. Además, hay que recordar que el trabajo de campo se hizo en julio de 2020, cuando se incrementó el uso de plataformas digitales debido a la pandemia.
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